Sao Paulo.- Poeta y diplomático. El blanco más negro de Brasil. Así se describió Vinicius de Moraes, el eterno maestro de la «bossa nova». Un bohemio empedernido que cambió la historia de la música brasileña y cuyo legado permanece más vivo que nunca cuarenta años después de su muerte.
Marcus Vinicius da Cruz de Mello Moraes (Río de Janeiro, 1913) murió el 9 de julio de 1980 por un edema pulmonar, pero en sus 66 años escribió, amó y bebió tanto como pudo. «Para esa gente que anda jugando con la vida. Cuidado compañero. La vida está hecha para que valga la pena, y no se engañe, solo hay una», advirtió el compositor en «Samba da Benção».
Vinicius describió la vida como el «arte del encuentro», quizá porque la misma le puso en su camino al pianista Tom Jobim y al guitarrista Joao Gilberto, dos genios con los que dio vida al más universal de los géneros brasileños: la Bossa Nova.
VINICUS, TOM Y LA GAROTA DE IPANEMA
Pero el encuentro de Vinicius con Tom surgió algunos años antes, concretamente en 1956, cuando el diplomático y reconocido poeta buscaba alguien «moderno» que pusiera la melodía de «Orfeu da Conceição».
Vinicius encontró a su futuro socio en la Casa Villarino, un templo bohemio frecuentado por la élite artística de entonces.
Cuenta el periodista y biógrafo Ruy Castro en su libro «Chega de Saudade», que si todas las ideas que nacen alrededor de una botella de whisky llegaran vivas a la última gota, Casa Villarino sería declarada patrimonio cultural.
Tom y Vinicius invirtieron en los bares las mejores horas de su vida y fue allí donde el poeta convenció a su amigo de cambiar la cebada por el whisky. «La cerveza es una pérdida de tiempo», solía decir el autor brasileño.
Aunque raramente componían en los bares, las mesas se convirtieron en una insaciable fuente de inspiración. Fue en una de ellas, en la antigua calle Montenegro de Río de Janeiro, donde Vinicius y Tom vieron pasar camino del mar una bonita joven de ojos verdes y cabello negro.
Era Helo Pinheiro, la eterna «Garota de Ipanema», la musa que en el invierno de 1962 dio vida a uno de los mayores éxitos de la música mundial. La primera vez que Brasil escuchó sus acordes fue en el Bon Gourmet, un local de espectáculos donde fueron lanzados algunos de los mayores clásicos de la Bossa Nova.
Vinicius necesitó autorización de la cancillería para subirse al escenario. En las primeras noches, narra Castro, vestía traje y mantenía el decoro diplomático, como le era exigido. Después, dejó de contar las dosis y le mostró al mundo la mejor versión de sí mismo.
Fue precisamente su vida bohemia y su gusto por el whisky los que llevaron a la dictadura militar a expulsarlo y poner punto y final a una maltrecha carrera diplomática que le llevó hasta Los Ángeles y París.
«Cuando me libraron de ese problema moral, quedé muy satisfecho», contó De Moraes, un hombre de familia católica que pronto descubrió su «vocación» por el pecado y su pavor por los burócratas.
UN AMANTE INVETERADO
Vinicius se casó nueve veces y vivió amores intensos que duraron la eternidad del momento. El compositor se definía a sí mismo como «un amante inveterado» y consideraba a las mujeres como «seres indispensables» en su vida.
Todas ellas tuvieron una fuerte influencia en su carrera artística y a todas les dedicó canciones y poemas, muchos de los cuales surgieron después de agrias discusiones, recuerda Gessy Gesse, la séptima mujer del escritor y musa de temas como «Regra tres» y «Morena flor».
Junto a ella mandó a construir en la década de los 70 la famosa casa de Itapua, situada en un paradisíaco barrio de Salvador, capital del estado de Bahía, y que sirvió de inspiración para su famosa «Tarde em Itapua».
A sus puertas fue levantada la estatua de un solitario Vinicius junto a una mesa y una silla vacía. Hasta allí acuden hoy sus devotos para servirle la última copa de whisky, al que el maestro consideró «el mejor amigo del hombre, un perro embotellado».
«Itapua fue un momento dentro de la vida de Vinicius donde fue más él», asegura Gessy, que por aquel entonces era una joven de 30 años y una de las caras nuevas del cine brasileño.
En aquella época Vinicius solía vivir de noche y dormir de día. Sin reglas, ni horarios. Pasaba las horas componiendo, charlando y jugando con las decenas de animales exóticos que campaban a sus anchas por la casa, entre ellos un cervatillo al que socarronamente, cuenta Gessy, bautizó como «Toquinho».
Fue precisamente con el autor de «Aquarela» con el que Vinicius compartió sus últimas horas de vida. Ambos pasaron la madrugada en vela tocando y «reviviendo» viejas canciones. Al amanecer, el escritor comenzó a sentirse mal y falleció en la bañera de su casa de Río de Janeiro, un refugio donde componía, recibía visitas y hasta daba entrevistas cuando estaba dominado por la pereza.
En 1979, en la última entrevista concedida antes de morir, el periodista Narceu de Almeida Filho preguntó a Vinicius si temía la muerte, a lo que el «poetinha», con la salud ya debilitada, respondió: «La muerte siempre me preocupó y todavía me preocupa, pero hoy, de una forma mucho más simple, como una especie de saudade de la vida».