«Trastienda de la crítica»

"Trastienda de la crítica"

Montevideo.- La Agencia Efe difunde el artículo de Mario Benedetti «Trastienda de la crítica», que fue publicado en la revista uruguaya Marcha, de la que fue uno de sus más destacados colaboradores, el 19 de julio de 1958.

Este es el duodécimo artículo de Mario Benedetti que publica Efe, último de la serie dedicada al escritor uruguayo, por cesión de la Fundación Benedetti, en el marco del centenario del autor de «La tregua», que se cumple el 14 de septiembre.

«Trastienda de la crítica»

Mario Benedetti
En cierto modo es comprensible que para algunos lectores y numerosos autores, el crítico de libros resulte una especie de ogro en ejercicio, implacable poseedor de una glándula intelectual encargada de segregar veneno en dosis máximas y mínimas. «Todo crítico es un fracasado», así reza un eslogan que generalmente hace pensar a muchas personas, entre ellas a los fracasados que no ejercen la crítica. Es verdad que en ciertos casos el crítico es un fracasado, un escritor que alguna vez tuvo suficientes autoexigencias como para darse cuenta de que la novela o la oda que tenía escondida en el último cajón de su escritorio, sencillamente no servían. Pero cuando alguien piensa y dice: «Todo crítico es un fracasado», en realidad, por más que no lo diga ni siquiera lo piense, le está negando al crítico personería literaria.

Un erróneo traslado de culpas; más o menos como pretender que alguien, incapaz de saltar a la garrocha, no pueda ser, a pesar de ello, un formidable ajedrecista. A nadie se le ocurre pensar que un jugador de ajedrez sea un garrochista fracasado.

Reconozcamos que el crítico es, en algunos casos, un ser exasperado y -con bastante más frecuencia- un ser exasperante. Aun la verdad lisa y llana tiene un alto poder de irritación; cuánto más no habrán de tenerlo ciertos vicios de la profesión, tales como la lectura distraída, el consejo presuntuoso, la ironía brillante pero injusta. El mal crítico tiene diversos modos de ocultar sus carencias. Lo más peligroso es, sin embargo, cuando existe un mal crítico dentro del bueno. En este sentido, la amistad constituye a veces la palabra clave. Hay críticos que, por el solo hecho de referirse al libro de un amigo, se sienten obligados a elogiarlo sin medida; pero hay otros, en cambio, que se sienten obligados a vapulearlos con especial vigor, a fin de que nadie se atreva a pensar que la amistad ha pesado en el juicio. Es fácil darse cuenta de que un crítico no tiene derecho a ser premeditadamente injusto o agresivo o servicial; sin embargo, no es tan fácil comprender que un crítico tenga derecho a equivocarse. La objetividad es un arte difícil de practicar, tanto por el crítico como por el lector.

Desconfianza, odio, escepticismo, a veces respeto; de tales ecos se nutre el ejercicio crítico. Pero, ¿a quién se le ocurriría sentir piedad hacia esos juzgadores, hacia esos censores frecuentemente despiadados o que así lo parecen? No son, empero, totalmente indignos de la misma. Piénsese por un instante que el oficio de crítico comienza por lo general en el oficio de lector, en la fruición con que un lector vocacional se ha arrimado a ciertos autores, a ciertos libros. Pues bien, cuando el crítico era solo lector, elegía espontáneamente sus lecturas y estas se convertían en un estímulo más para vivir. Desde que es crítico, en cambio, la actualidad bibliográfica elige por él, y el solo pensar en los interminables capítulos de aburrimiento que le acechan, alcanza y sobra para considerarle el desaliento. Un escritor inglés llegó a confesar que había dos o tres libros por año sobre los cuales le gustaría escribir, pero que se veía obligado a escribir sobre cientos. En rigor, un artículo solo aparece como particularmente vivo, ágil, sincero, cuando el crítico se ha entusiasmado o indignado frente a la obra o el escritor que comenta. Ello no significa abdicar la objetividad; a partir de la primera impresión objetiva, el crítico pone calor, se compromete en el elogio o en la negación. Pero eso pasa, verdaderamente, dos o tres veces por año. El resto es una práctica más profesional que vocacional, un deglutir de páginas y páginas, memorias y tragedias, liras y solapas, y largas, larguísimas monografías sobre temas o autores por los que no siente la menor afinidad, ni siquiera la menor repulsión. Porque el crítico general de libros no es ni puede ser (por más que el lector piense a veces lo contrario) un erudito. Puede -eso sí- ser un especialista en estilos o en sociología o en métrica o en metafísica, pero nadie es erudito en Cultura Universal.

Recuérdese, además, que la crítica bibliográfica cumple una misión informativa. Desde el punto de vista del lector, es preferible que en una sección literaria aparezcan seis o siete comentarios breves sobre otros tantos libros recién aparecidos, antes que uno exhaustivo sobre un tema de mayor especialización o trascendencia. De modo que, en cumplimiento estricto de ese cometido, el crítico llega inevitablemente a ser superficial, limitándose por lo común a tres o cuatro giros para decir un elogio y a otros tantos para formular un reparo. Los clisés estilísticos son harto más frecuentes en la crítica que en cualquier otro género literario y eso es en cierto modo explicable, ya que una reseña bibliográfica debe contener un juicio sintético, y en definitiva no hay muchos modos de decir que una cosa está bien o está mal.

Difícilmente será esto comprendido por el autor nacional. En el fondo de su corazón literario, él siempre espera un extenso artículo en el cual se analice su obra con la minuciosidad y la profundidad que habitualmente se consagran a un Shakespeare o a un Cervantes. Si la nota es breve y desarrolla sumariamente un tema que podríamos denominar: «Oh, qué bueno es», el autor comentado se da la cabeza contra las paredes porque piensa que si al crítico le gustó, bien podría haber escrito un poco más. Si, por el contrario la reseña desarrolla concisamente un tema que podríamos llamar: «Oh, qué horrible es», el autor comentado es muy capaz de buscar al opinante para ocuparse personalmente de darle la cabeza contra el muro. En resumidas cuentas, un género bastante ingrato. De vez en cuando, el crítico se acuerda del lector vocacional que aún sobrevive en él, y adquiere algún libro que no puede comentar (es viejo, apareció hace dos años) aunque daría dos noches de vida por hacer un hueco en su agitado tiempo a fin de leerlo y disfrutarlo a gusto.

Pero ese libro, la mayoría de las veces sin abrir, será depositado junto a varios otros en el estante especial que dedica a los inalcanzados. Difícil es prever cuándo tendrá tiempo para leerlo. Por ahora, imposible; le esperan un grueso volumen de 800 páginas sobre el uso del pronombre relativo en los autos sacramentales no calderonianos, tres tomos -traducidos del alemán- sobre la influencia del alegorismo medieval en el torero español contemporáneo, cinco sonetarios autóctonos, y un apéndice sobre traducción oral de refranes peninsulares durante el sitio de Montevideo. Naturalmente, algún día terminará con ellos, pero ese día sentirá en la cabeza una especie de dulce zumbido y acaso tome la profiláctica medida de irse al Estadio, al cine o al café.

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