¿Por qué los colombianos continúan protestando?

¿Por qué los colombianos continúan protestando?
¿Por qué los colombianos continúan protestando?

Hace apenas un mes volví a Bogotá luego de una temporada en Santo Domingo, donde he encontrado un refugio a la situación sanitaria mundial. Dos días antes del viaje, se declaró la alerta roja en Bogotá por un rebrote de la covid-19, fueron dos fines de semana en cuarentena estricta. Con las UCI llenas, el país se debatía de nuevo con la muerte. El ambiente estaba tenso, pero al volver a la isla nunca imaginé que se venía otro tipo de batalla para este país.

Colombia vuelve a los titulares, esta vez como ese lugar violento donde las muertes son menos importantes que si el petróleo o el café se cotizaron en la bolsa. Luego de este año, donde es comprensible que los Estados necesiten ingresos, me preguntaba cómo podría entender un dominicano esta situación, ya que también se encuentran próximos a una reforma fiscal.

Todo comenzó con la proposición de una reforma tributaria, la tercera del gobierno del presidente Iván Duque, integrante del Partido Centro Democrático, dirigido por el expresidente Álvaro Uribe Vélez. La reforma indignaba ya que proponía un aumento gradual de la base gravable, donde para 2023 terminarían declarando renta quienes ganaran desde $450 USD. Entre otras cosas, se autorizaban más peajes urbanos, gravar productos de la canasta familiar, algunos servicios públicos para los estratos más altos, incluso gravar los entierros, algo particularmente injusto en el contexto actual.

Indignación causó el exministro Carrasquilla, cuando dijo que una docena de huevos costaba casi cuatro veces menos, convirtiéndose en la prueba de la desconexión de los dirigentes con la realidad.

Fue así como la movilización ciudadana, aún cuando declarada ilegal, se dio cita el pasado 28 de abril, cuando pudo más el desconcierto y la necesidad de los colombianos de ser escuchados que el riesgo a contagiarse. Trabajadores, pensionados, agricultores y en especial, los jóvenes se dieron cita y hasta el día de hoy, no han parado. Ni la lluvia ni las balas, ni el frío ni el calor, han podido parar una ola que ha despertado un gobierno que parece no entender un reclamo colectivo, que ahora encierra demandas económicas, sociales y políticas. Las clases medias y trabajadoras quieren apoyo y oportunidades, más que cercos fiscales que dañen el ingreso, cada vez más difícil de conseguir.

El error parece haber sido el momento y endilgar a la clase media el fracaso de las políticas sociales y la crisis mundial. Si bien la prioridad es socorrer a los más vulnerables, no por eso se justifica desatender a las clases medias, quienes han sufrido de la misma forma las consecuencias de la crisis. Resulta peligroso mostrar esto como un juego de suma-cero, olvidando que el problema es la desigualdad tan pronunciada y que el riesgo de caer en la pobreza está cada vez más presente. Al menos quince años se perdieron en la lucha contra la pobreza, la cual afecta a un poco más del 40% de la población, el descontento parece apenas normal en uno de los países más desiguales de la región. La pregunta es por qué el recaudo no se enfoca en quienes han logrado utilidades en la crisis o en los grandes capitales, algunos de los cuales gozan de importantes exenciones tributarias en Colombia.

La reforma fue retirada el domingo 02 de mayo y el Ministro Carrasquilla renunció. Entonces se preguntarán por qué siguen los colombianos manifestando. Sucede que hoy ya no protestan contra una persona o un texto sino contra todo un sistema donde sienten no tener oportunidades. Los protestantes ahora piden acceso gratuito a la universidad, reforma a la salud, desarrollo social, vacunación masiva, reducción del precio de la gasolina y el cese de la violencia.

Conmueve acompañar virtualmente las marchas, pues para los cantos, bailes y performances son especialmente creativos los colombianos, es emocionante escuchar una orquesta en Medellín entonar el pueblo unido jamás será vencido, otros ¡Si me quitan el pan de la boca yo peleo, yo peleo…! o en la avenida Jiménez de Bogotá manifestantes cantar aquí queremos paz. Sin embargo, con los días los tintes van cambiando y se siente el clamor de una marcha que ahora carga sus propios muertos. Sean rebeldes, vándalos, desadaptados, nadie debería morir si sale a marchar y las armas del Estado no deberían ser empuñadas contra quienes las han financiado.

El problema en Colombia es que las protestas derivan en violencia. Incluso quienes se proponen manifestar pacíficamente, acaban fácilmente envueltos en gases lacrimógenos y rápidamente en batallas campales contra los antimotines y policías. En este momento, cuando no coinciden las cifras oficiales y no oficiales de muertos (Entre 24 y 47 muertos) ni la de los desaparecidos, el gobierno, aunque se ha abierto al diálogo, se enfoca en las consecuencias del cierre de vías e insiste en ofrecer recompensas para atrapar a los “vándalos” que han violentado el espacio público. Efectivamente, en los momentos de desorden generalizado hay personas, algunas infiltradas, que tienen el objetivo de aprovechar el caos para saquear o para agredir. Lo absurdo es, empañar las suplicas de quienes se proponen protestar pacíficamente, con la esperanza de que algo pase, que su pancarta sea leída, que su vela sea vista y por supuesto, mostrar su descontento con el gobierno.

En estos días he visto movilizarse desde personas de las clases medias altas hasta campesinos que se trasladaron a las ciudades. Hoy hay camioneros, maestros, médicos, indígenas y ahora desde casa, se suman los cacerolazos. Otros en aras de proteger sus vidas, prefieren la actividad virtual. No paran porque se abrió una ventana de oportunidad para ser escuchados, por esto, nuevos sectores se unen a la marcha, porque en Colombia  es muy difícil que un gobierno no deslegitime una protesta y escuche peticiones. Por eso, ahora son muchas las cosas que los colombianos quieren gritar.

Cuando se encuentran en la calle sectores heterogéneos que no dialogan y que desde un acto simbólico salen para que sus peticiones sean escuchadas, se genera una experiencia colectiva y política negada, la de la democracia real y participativa. Cada cual lleva una razón diferente, algunas son políticas, otros esperan una mejoría económica, otros sueñan con otro proyecto de sociedad. Por esto, los gobiernos no deberían toma ventaja del poder que les ha sido otorgado y, por el contrario, utilizar la oportunidad para entender el país que gobiernan.

En un mundo que se está transformando, donde en Estados Unidos fue juzgado el abuso policial que conllevó a la muerte de G. Floyd, en este mismo mundo, donde los gobiernos nos protegen de la muerte por infección de la covid-19, ya es hora de que los gobernantes innoven en las formas de diálogo e intercambio con los ciudadanos, tratándolos como personas reales y no como entidades abstractas.

La contradicción está en que los gobiernos protegen la vida desde su aspecto biológico, pero la vida no se protege cuando involucra al sujeto político con demandas que afectan su día a día. Por eso, los colombianos a pesar de encontrarse en emergencia sanitaria se han jugado su propia salud en aras de manifestar algo que aún no es claro, pero que concentra un viejo malestar.

La comunidad internacional ha condenado la violencia y el abuso policial. Por su parte, los colombianos en el extranjero se solidarizan, movilizándose en distintas partes del mundo, desde donde con consternación esperan algún día ser conocidos no por la violencia sino por la búsqueda de una sociedad más justa. No todas las experiencias han de ser iguales y cada país tiene su propia historia fiscal, pero el caso colombiano se vuelve un referente para los gobernantes y las ambiciosas propuestas de recaudo con base popular.

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